4.4.08

Un post dentro de otro

Anteayer me cambié de bolso. Iba al concierto de Editors, y el que llevo últimamente de “Desigual” es muy bonito pero muy incómodo. Cogí uno muy feo, de los que se cuelgan en bandolera y son pequeñitos, pero lo suficientemente amplios para que entre la cartera y la cámara. En el cambio perdí la tarjeta magnética y tuve que pedir una provisional en Telecinco, pero gané una libreta que tenía olvidada desde hace mucho tiempo, creo que desde el anterior concierto de Editors, o sea, por noviembre.

Al salir del trabajo me he ido al metro, y me he encontrado con una desagradable sorpresa. El bolso feo es lo suficientemente grande para la cartera, el móvil y la cámara, pero no para incluir un libro, y me olvidé los periódicos gratuitos en la redacción. Así que cuando me he encontrado la libreta me he puesto a leer lo que había escrito.

Había algún que otro post abandonado, de esos que empiezo a escribir con mucha energía y que siempre dejo a medias, como todo. Y había dos con bastante forma. Uno hablaba de tres amigos, y otro de lo que tarda el metro. La verdad, a veces asombra pensar que pasa el tiempo y a una le siguen pasando las mismas cosas. Porque el metro sigue tardando mucho y resulta que, medio año después de ese otro post inédito, vuelvo a estar conectada con esos tres amigos. Por eso ahora voy a copiar aquel post. Tal cual.

“Nos han enseñado a querer a nuestra familia. Es obligatorio. Cosa de la sangre. Y una mierda. Puede que eso les sirviera a dos hermanos de Valencia que se casaron sin saber que lo eran, pero no es verdad.

A veces uno quiere a la familia, y a veces pues no la quiere. O a veces, simplemente, es que no la conoce, y por tanto no ha tenido oportunidad de quererla. El año pasado mi amigo Edu quería convencerme para que fuera a ver a Franz Ferdinand. Le dije: “No. Estoy harta de ver a los Franz Ferdinand. Tengo primos a los que veo menos.” Ayer mi madre me hablaba de un primo, Me contaba que se iba a jubilar. “¿Pero le pasa algo?” –le pregunté yo- “¿Cuántos años tiene? No tendrá más de 52.” Tiene 63. Mi madre me contó que al principio se había puesto al teléfono su hija, que estaba en Madrid haciendo un curso. No recordaba más que una hija, que nunca había vivido fuera. “Silvia, tiene tres hijos. Dos chicas y un chico que ha estudiado informática, o eso de ordenadores”.

Así es imposible querer a nadie. Sé mucho más de la vida de mis amigos que de la mayoría de mis familiares no directos. Y por supuesto, les quieres más. Y ellos a ti. Aunque no lleven tu sangre.

Hace cosa de un mes me llamaron para un trabajo que fue apasionante, pero a la vez el mayor infierno laboral que he vivido nunca. Los resultados fueron una tendinitis en los codos y un estado de nervios entre la depresión y la desesperación.

Cuando acabé me sentí rara. Fueron veinte días que pensaba que no iban a pasar jamás. No sabía qué hacer. Estaba como perdida. Pero alguien vino a rescatarme desde Bilbao. Me ofreció su casa, su cariño y su buena mano con la cocina. Y me dio un estupendo fin de semana, con paseo por Donosti en pleno festival de cine incluido.

Antes de irme a Bilbao, y en ese proceso estúpido de desespero, recibí dos salvavidas más. Uno que me habían lanzado muchas veces, pero que no había recogido por pudor, porque creía que no tenía derecho a agarrarme, así que acababa escogiendo otros o hundiéndome un poco más yo solita. Hasta que, de tanto lanzarlo, he acabado por agarrarme a él, y además de ser salvavidas, ha sido salvagatas. Al final, bastaron unas lágrimas y un cabreo bien pillado para soltar el lastre y agarrar ese flotador que llevaban tiempo ofreciéndome.

Cuando llamé a Mónica para que viniera a cuidar a Salsa debía estar más desesperada de lo normal. Me lo notó y clavó el dedo hasta que las lágrimas me empezaron a caer. Cuando colgué el teléfono estaba físicamente agotada, pero con fuerza para hacer más cosas. Hice la maleta para el norte, y saqué un billete de avión para ir aún más al norte.

Cuando volví me encontré una gata bien cuidada y la casa empapelada. Mónica llenó mi piso de post-it, recordándome lo guapa que soy y lo que todos me quieren. Escogió cada punto estratégico: El armarito de la comida de Salsa, el de los platos, el espejo del baño, la pantalla del ordenador… y hasta mi armario. Ahí estaban sus pos-it naranjas, hablando de admiración, de cariño y de confianza, palabras que no estoy acostumbrada a utilizar.

Cada persona tiene una forma de querer, y también de ayudar. Hay quien lo hace a besos, y hay quien lo hace a palos. Edu me trató peor que Goio y que Mónica, pero el resultado fue igualmente efectivo. Me jodió las coartadas, me reventó las defensas, me afeó las excusas y desterró de mi vocabulario la palabra “miedo”. Al final de los días que pasé en su casa de Newbury me contó un secreto. No puedo decir cuál es, pero me ha servido para tirar en algunos días difíciles que han venido después.

Ahora estoy con los tres como si fueran mis primos. Edu sigue en Inglaterra, Goio en Bilbao y Mónica ha pasado un tiempo en la India. Tengo ganas de verlos, aunque no llevemos la misma sangre. Ah, y también de volver a ver a los Franz Ferdinand.”


En unas horas me voy otra vez a Bilbao, donde Goio volverá a cuidarme, a pasarme la mano por el lomo (aunque no me dedique tanto tiempo, porque hay 16 más) y a demostrarme su buena mano con la cocina, aunque sea sólo para desayunar porque nos vamos de Pintxos y de sidrerías.

Mónica volverá a cuidar a Salsa, y seis meses después, verá que ahí siguen muchos de sus post-it, algo doblados, por los que siempre me preguntan las visitas.

Y Edu… Edu me ha ganado una apuesta. Y yo nunca pierdo. Para colmo, perder la apuesta significaba que perdía algo más. Algo que hace tiempo que vengo buscando. Pensaré que, como dicen las abuelas, “no estaba de Dios”.

Para la próxima espero ganar la apuesta… y lo otro.