27.4.09

Yo no me quiero morir

No soy dormilona, pero siempre he sido de muy buen dormir. Por las noches, me meto en la cama, pongo la cabeza en la almohada y apenas pasan 10 minutos (si llegan) antes de que me duerma. Normalmente es lo que tarda el arco de mi espalda a la altura del culo a acomodarse al colchón.

La verdad es que es una suerte, no sólo porque así descanso, sino porque parece que soy de esas afortunadas a las que nada, por grave que sea (salvo algunas excepciones, que no soy de piedra), les quita el sueño. A veces, para pavonearme y quitarle importancia, digo que es porque tengo la conciencia limpia. En realidad suele ser porque estoy cansada, y porque además no me gusta dar vueltas en la cama.



Alguna vez la cama me ha dado grandes ideas, por eso tengo papel y boli en la mesilla, pero habitualmente los ratos de desvelo me han causado miedos, angustias y dolor.

Los más antiguos los recuerdo como verdaderos infiernos infantiles en forma de terribles dolores de oído que me despertaban de mi plácido sueño. Ya entonces tenía esa vergüenza de contar las cosas, y no quería molestar, así que cuando tras varios intentos de relajarme y volver a dormirme veía que el dolor me vencía, no me quedaba más remedio que abandonarme a la desesperación y echarme a llorar, aunque bajito. Dos o tres sollozos después, mi madre se despertaba y me decía: “Silvia, ¿Qué te pasa?” En ese momento sabía que la victoria sobre esos malditos pinchazos era mía, y que en un rato todo habría pasado. Yo contestaba, bajito entre lágrimas: “Me duelen los oídos”, y mi madre se levantaba, extendía una manta protectora sobre la mesa, y enchufaba la plancha mientras sacaba dos toallas pequeñitas. Las doblaba en forma de compresa, pasaba la plancha caliente y me extendía una. “Toma, póntela entre la oreja y la almohada, pero ten cuidado de no quemarte”. El lóbulo me ardía, pero el calor me relajaba, mientras mi madre ponía otra toalla bajo la plancha para relevar a la anterior, que se iba enfriando. Así repetía la operación hasta que me dormía con una de ellas bajo la oreja, que la mañana después era el único recuerdo de mi agonía de niña con los oídos.

Pero otras noches no había dolores, sólo la oscuridad y el profundo silencio que dan las calles acabadas en fondo de saco de mi barrio, y que sonaba como un zumbido constante. Otras veces desde la puerta me llegaba un resquicio de luz y el sonido (leve) de la tele que todavía estaban viendo mis padres. Entonces empezaba a fantasear, y la mente se me liaba, cruzando un pensamiento con otro. Unos días pensaba en el colegio, otros en las cosas que escuchaba en casa, y alguna vez, como hacen todos los niños, en la muerte. Esos eran los peores días. No pensaba en la forma de morir, ni en el dolor, ni en nada de eso, sólo en una especie de vista desde el más allá en el que veía que el mundo seguía sin mí. Y me daba muchísima rabia, como si (tal y como es en realidad) no se notara mi falta. Alguna vez se lo comenté a mi madre, imagino que porque ella siempre ha sido muy aficionada a dejar claro que a ella no le importa abandonar este mundo. Han pasado los años, y ahora vivo en otra casa, pero sigue siendo en la misma calle, acabada en fondo de saco, con el mismo zumbido. Y esos ratos antes de dormirme siguen siendo igual de desasosegantes. Y años después, siempre que sale ese tema, mi madre me dice: “Hija, es que desde pequeña estás empeñada en que no te quieres morir”.

Y sí, es verdad. No me quiero morir. Sobre todo porque ahora no sólo me importa eso de que el mundo siga sin mí, ahora ya tengo miedo a otros detalles.

Por eso hoy llevo todo el día intranquila. Porque una cosa es ir aceptando lo que se nos viene encima, y otra ser víctima de una pandemia. Una cosa es que una se deje llevar por la emoción de sentirse parte de la historia, y otra que quiera aparecer en los libros de “cono” (esa mezcla absurda de Naturales y sociales que se llama “Conocimiento del medio”) como parte de un número, como en su día aparecían en mis libros de historia los pobres afectados de la peste bubónica.

La verdad, no me parece justo en este momento. Que si tengo que acabar en un carro (ahora sería en un camión, imagino) entre mogollón de cuerpos para que me
lleven a quemar después de que hayan pintado la puerta de mi casa con una cruz para avisar de mi maldición, joder, pues al menos que no sea en este momento de crisis, que estoy en paro y no tengo ni para concederme una última voluntad en forma de viaje de despedida a Nueva York, una comilona con amigos o para hacerle un contrato a alguien para que me rasque la espalda durante todo el día.

Además, no es lo mismo morir de una epidemia causada por las ratas, que es una cosa como de miseria, que hacerlo de otra causada por el animal que da el jamón. No es justo vivir en una época en la que si hace frío te calientas y si hace calor te refrescas, en la que recorres kilómetros en minutos, en la que una caries no puede acabar contigo, para terminar como hace unos siglos.

Que no, que no me quiero morir de gripe, ni aviar, ni porcina, ni de dormir con el culo al aire, así que mañana mismo me voy al Lidl, y al estilo de mi madre cuando amenaza guerra, hago acopio y me quedo aquí encerrada con Salsa, hasta que la cosa se pase y los cerdos no representen más peligro que unos kilos de más o un tipo que intente meterte mano.


1.4.09

BRITAIN, BRITAIN, BRITAIN (part two)

Es curioso cómo cambia el estado de ánimo de un día para otro. Hoy he estado en un Londres más sombrío que el de ayer, o quizá deba decir que yo he estado menos feliz que ayer. Yo es que es ver un cielo encapotado y ya me entra bajona. Pero como de momento una puede elegir tener hijos rubios (con aspecto de inglés), pero no el día que le va a hacer en las vacaciones, me toca joderme y hacer planos con un “Y si el tiempo lo permite”.

Al final el tiempo permitía todo, porque no ha llovido, pero “no estaba de Dios”. He salido un poco tarde, y aunque era un momento “off-peak” (que ya no es hora punta), el metro iba verdaderamente mal, algo que no debe ser raro porque en las estaciones hay un señor que pone en una pizarra velleda “good service”, como sin en otras ocasiones te lo dieran malo, que es lo que me ha sucedido hoy a mí, que me han echado dos veces del vagón para esperar al siguiente.

Menos mal que llevaba un periódico gratuito y me he enterado de varias cosas. Lo de la ministra sigue coleando, pero la cumbre del g-20 le ha hecho perer fuelle al affair. Por el contrario, Jade Goody sigue en la loving memory de los británicos, que andan pendientes del funeral, porque ahora Jacko (los periódicos ingleses son muy dados al mote, así que Jacko es Michael Jackson, igual que Madonna es Madge, Beckham es Becks y Victoria es Posh) dice que no va, pero que rezará por ella. No sé si la han enterrado o incinerado, pero una señora que se llama Val Thompson te hace un cuadrito la mar de mono con las cenizas de tu señor esposo o de tu amada madre, así que igual le encargan uno de Goody y acaba colgándolo en la national Portrair gallery, donde lo mismo está Churchill que el señor rico de Virgin.

Por lo que se ve a los británicos les gusta esto de los trabajos manuales, porque también me he enterado por el periódico de una pareja de viejitos que se ha pasado 19 años recreando en miniatura el pueblo donde se conocieron. Incluso han puesto sus propias figuras a la entrada del cine al que iban en sus primeras citas, con los carteles de las pelis que vieron por entonces. Ha sido la noticia Coca-cola del día, que no es que me la patrocinen, sino que me ha hecho llorar, como los anuncios de la compañía de Atlanta. Pero siguiendo con los trabajos manuales, pero mucho más asquerosos, está la historias un anestesista que atendía a mujeres que iban a abortar. Las sedaba parcialmente, tal y como se hace en ese tipo de intervenciones, pero parece que el tío cerdo se sacaba la chorra y se la colocaba a las chicas en la mano, al tiempo que les preguntaba cosas como “¿Cuál es tu bebida alcohólica favorita? A las chicas la preguntita les debía parecer rara, pero más raro le pareció a una enfermera ver al señor con la polla en la mano inocente de una paciente, así que lo cascó y luego le pillaron las manos (de otra), en su miembro.

Pero bueno, dejando las noticias y siguiendo con mis retrasos y mi mala pata. Después del metro he cogido un bus rojo de los altos para ir a la St. Paul's Cathedral, que nunca he visitado, pero me he despistado y he pensado que me había pasado de parada, así que me he bajado y resulta que me quedaba un rato (hay que ser tonta, joder, porque mira que es gigante esa catedral, como para no verla). Para colmo, he llegado a la catedral y unos señores “bobbies” me han impedido la entrada, porque había un acto privado. Todo esto antes del mediodía, hora en la que toda la ciudad se moviliza y empieza a engullir, pero no cosas tan sabrosas como estos pedazos de quesos que vendían en el Borough market



A mí el asunto de la manduca en Londres me tiene loca. Yo no hago más que ver a gente comiendo por la calle, sea la hora del día que sea. Que ellos tendrán sus horarios, no te digo yo que no, pero no llego a saber exactamente cuáles son. Yo sé que esto es así de toda la vida, pero también me alucina esa cultura de comer en la calle que los londinenses (creo que los ingleses en general y también muchísimos norteamericanos) exhiben. Cualquier lugar es bueno para sacar el sandwich / ensalada / Currys variados y ponerse a mover el bigote. Cuando los bobbies me han dejado una vez más sin ver St. Paul por dentro, he descubierto un Marks & Spencer sólo de comida, y no me he resistrido a entrar. No me arrepiento. Es el paraíso del lechuceo, como llamaba mi madre a malcomer. Sandwiches de todo tipo, bollos, bolsas de snacks variados que van desde mil variedades de patatas fritas (con sabor a cheddar curado, a cebolla, a sal y vinagre) a plátano frito con miel y pimienta negra, pequeños boles de ensalada que puedes aliñar con vinagre de fresa y champán, pasando por rajas de salmón cocinado o bolsitas pequeñas de frutos secos que contienen varios piñones, una almendra, unas pasas y algunos orejones. He cogido la bolsa de platano frito (ponía no sé qué crisps y he creido que eran patatas) y un zumo de rapsberry que ha resultado contener también zumo de naranja y puré de plátano. Un asco de snack, que encima ha acabado por convertirse en mi única comida.

A falta de comida para el estómago, he decidido darme alimento espiritual. Ha sido después de perderme por calles y pasadizos extraños sin conseguir encontrar el London bridge, al que por fin he conseguido llegar para sacar una panorámica del Tower bridge y la torre de Londres. He estado en la southwark cathedral, muy bonita, donde la gente rezaba mientras un grupo de niños de colegio escuchaban atentamente a su guía, que después ha vestido a algunos de los pequeños de diáconos, o algo así. La gente siempre ha necesitado ayuda exterior, algo que nos haga confiar y no sentirnos solos. A veces nos sirve apoyarnos en la familia, los amigos, la pareja, pero en estos tiempos de descreimiento Dios parece haber resurgido con fuerza, quizá por estos momentos de crisis.

Aquí también la hay, y también la gente necesita ayuda. La iglesia (aquí), lo sabe, y por eso suele haber un lugar donde dejan que los feligreses escriban sus plegarias. La mayoría piden por ellos mismos, por sus familiares enfermos o en recuerdo de los que se han ido. Me hubiera gustado poner una foto, pero en Salisbury Edu me echó en cara que era una cotilla, metiéndome así en los deseos de los fieles, y en la catedral de Southwark hay que pedir un permiso para hacer fotos que te conceden previo pago de tres libras y media. Yo soy muy respetuosa con las reglas, cualquiera que me conozca lo sabe, y no me importa pagar por ver una iglesia. De hecho, he dejado una donación voluntaria, pero pagar por las fotos me parece absurdo. O se puede o no se puede. Aún así, he sacado una de tapadillo. No es de las plegarias que podías colocar en un tablón mediante post its, sino de una de esas plaquitas que me están volviendo loca. Esta vez, además de en cada silla de la iglesia, tenían esta muy curiosa en la pared de una capilla:



Sí, es el autor de musicales como “Oklahoma”, “Sonrisas y lágrimas” y “El rey y yo”. Y puede que muchos no lo sepan, pero también del legendario “You'll never walk alone”, himno popular del Liverpool, que parece raro pensar que viene de un musical, cosa no demasiado heterosexual y testosteronizada como el fúmbol.

Luego he seguido por la vera del Támesis hasta llegar a la Tate modern, donde me he entregado al mundo de las audioguías y las obras extrañas. Hablaría ahora de mis contradicciones acerca del arte, pero no me apetece y además mañana quiero hacer shopping y asistir a una matinèe de teatro, que consiste en ie al teatro a las dos y media de la tarde, cosa altamente absuuurda, que diría mi amigo Unai.