Lara es mi sobrina, y me gusta. Porque aunque tenga esa lengua larga, llena de “ejques” que le raspan la garganta y que de cuando en cuando te da como un látigo, es cariñosa y tiene buen corazón, y me regala muestras y me compra cremitas a buen precio. Hoy la he llamado, porque era su primera vez como votante. Le he preguntado si le hacía ilusión votar, y me ha dicho que no. Me he quedado tan helada por la respuesta que he insistido y le he preguntado por qué. Dice que no le convence la política, que no se cree nada. La verdad, me ha extrañado la respuesta, pero como Lara es mi sobrina y conozco a su familia, que es la mía, me ha dolido aún más oírlo. Porque sé que sus padres le han inculcado lo importante que es esa cosa tonta de meter unos papeles en un sobre, porque ellos eran como Lara cuando la democracia empezaba a avistarse en este país, y saben que no es tan fácil como a Lara pueda parecerle.
Hoy, cuando he acompañado a mis padres a votar, me he encontrado precisamente con esos recuerdos de la transición, que parecían imposibles de encontrar, pero que una verja ha salvaguardado, y que en lo que hoy ha sido colegio electoral, recordaban que no siempre votar fue algo tan normal en España. Han pasado muchos años, claro, y el cartel está muy deteriorado, pero lo que pedía era, agárrense, la mayoría de edad y el voto a los 18 años. Quizá Lara no lo sepa, y por eso, a sus 19, no le ha hecho mucha ilusión votar.
Tampoco sabrá lo que era el PTE, y seguramente haya oído hablar muy poco de Enrique Tierno Galván, fundador del partido. Claro, que Tierno Galván no era un político como los de ahora, y menos como los candidatos de Madrid, especialmente los de los dos partidos “grandes”, y a lo mejor si hubiera tenido 19 años entonces, hubiera ido a votar con más alegría que ahora.
Pero aunque todo sea diferente, aunque por suerte para Lara votar sea algo normal, sigo preguntándome por qué a ella no le hace ilusión, aunque al final haya ido y haya votado, y se haya estrenado con un voto no útil, pero más o menos sentido. Y entonces pienso que no es culpa de Lara, ni de sus padres, claro. Algo tiene que haber para que a alguien de 19 años no le haga ilusión ir a un colegio electoral sintiendo que va a hacer algo grande.
¿Y qué es ese algo? Pues no lo tengo claro. Supongo que son varias cosas. Que llevamos años escuchando a la clase política pegarse puñaladas con mal gusto, que sólo son protagonistas de escándalos de corrupción, y que para colmo de males, son gente muy aburrida. Yo no acabo de estar de acuerdo con todo esto, y no me gusta criticar a los políticos, porque quiero pensar que a la mayoría les gusta y les importa lo que hacen, y porque creo que no hay dinero para pagar a la gente que hace política, aunque la gente diga que cobran mucho y tienen dietas.
Por eso muchos seguimos yendo a votar, no sólo por “cumplir” como ciudadanos o para dar por culo al adversario político, sino porque nos gusta el rito. Mirarte en el censo, coger las papeletas (yo lo hago ante todo el mundo, porque me gusta sentir que no tengo nada que ocultar, mientras mis padres vienen con la papeleta de casa, recelosos de que el vecino vea a quién votan), meterlas en el sobre y llegar, con la cabeza muy alta y el DNI en la mano, a la mesa, donde el presidente dice tu nombre y todos miran mientras el (o tú, si te dejan, como a mí en las últimas elecciones europeas) introduce los votos en la urna y dice ¡Vota!.
Yo sé que es de tontos, pero a mí en ese momento se me ponen los pelos de punta, un escalofrío de placer me recorre la espalda y me siento importante, poderosa.
Este año no he podido hacerlo, porque por pura vagancia no me he empadronado aún en esta ciudad. Pero da igual, yo he votado. Y como para Lara, esta ha sido mi primera vez. Para ella en urna, para mí por correo. El miércoles recogí mi documentación en Correos, me senté, saqué todas las papeletas, metí las elegidas en el sobre y me dirigí a una de las ventanillas. Le di a la funcionaria mis papeletas, junto a mi DNI. Ella cogió el sobre con las tres papeletas dentro (yo he votado en Canarias), le plantó un sello y lo puso junto con otros sobres de voto por correo. Yo sonreí, le di las gracias, y al volverme para salir me tapé la boca con la mano, como si fuera a toser, para decir, con sonrisa de pilla y en voz baja, ¡Vota!