Cuando era un bebé, prácticamente recién nacida, mis padres ya debieron imaginarse que era una buena pieza, porque dado que pesé cuatro kilos no creo que temieran por mi supervivencia, así que decidieron apartar el pecado original de mí cuanto antes, bautizándome a los dos días de nacer, en la capilla de la maternidad de O´Donnell, donde nació medio Madrid.
Los asistentes fueron pocos. Mis padres, mis hermanos, mi tío Modesto y su mujer, unos tíos de mi padre y un primo del pueblo. El caso es que entre tanta gente, no sé por qué, los elegidos para ser mis padrinos fueron mi hermano José Luis, que tenía 14 años en la época, y mi hermana Mari Carmen, que tenía 8. No recuerdo quién era el cura, claro, pero imagino que ahí, toda colorada y embutida en un arrullo, pues no me fijé mucho.
Hice la comunión en 1981, y el cura que me la dio era un señor chungo que se llamaba Don Demetrio, y que debía ser un poco trepa, porque de una iglesiucha de Moratalaz, pasó a una pedazo iglesia de la calle Goya, en pleno barrio de Salamanca. En aquellos años mi madre me había apuntado a guitarra y solfeo, y las clases se impartían en un local de la iglesia. Curiosamente, el profesor se llamaba Carlos Santana, pero no era muy rockero, me temo. Luego, los fines de semana, no sé si para que practicáramos o por proselitismo, tocábamos la guitarra en misa. Allí, clásicos como el "qué alegría cuando me dijeron…" o la "espiga dorada por el sol" se combinaban con hits de Bob Dylan (la versión acristianada del "Blowing in the wind") o John Lennon.
La verdad, no se me daba bien la guitarra, me aburría en la iglesia, y creo recordar que una vez me dormí. Poco después perdí, si no la fe, sí las ganas de tocar con ese grupo, una pandilla bastante aburrida comparada con la pandilla más gamberra de chicos de mi colegio.
A mí madre no le gustó que perdiera la fe. Bueno, en realidad a mi madre no le gustó que perdiera la costumbre de ir a la “misa de niños”, que era a las once y media. Su explicación, como siempre, era de lo más prosaica. “Si dejas de ir a misa, dejas de salir por las mañanas. Pero hija, ¿tú a qué te crees que va la gente? A enseñar el abrigo de pieles y a tomar el aperitivo...”. Como siempre, tenía razón. Ni ella, ni mi padre, ni mi hermana, ni yo hemos salido mucho a tomar el aperitivo. Somos más de quedarnos en casa, leyendo “El país” al sol que nos entra por la terraza. Así que además de la fe, perdí para siempre el momento tapeo, que sólo hago cuando noto que algunos de mis amigos dejan de llamarme. Entonces me levanto pronto, me ducho, me visto y hasta me pinto, y me voy camino de La Latina, a tapear, ver a mis amigos y luego hacerme un cine. Cuando me decido me pregunto por qué no lo hago más a menudo, pero se me olvida pronto.
El caso es que hoy, tras muchos años, creo que la he recuperado (la fe), o al menos he pensado que igual no está tan mal creer en algo. Ha sido, como en tantos otros casos del cristianismo, una revelación. Una imagen ha aparecido ante mí, y en ese momento me he dicho: “No está todo perdido, la iglesia católica aún tiene cosas que merecen la pena”. He aquí la imagen que me ha tirado del caballo del ateísmo, que me ha convertido en hija de Pablo de Tarso.

No sé si tendrá algo que ver el hecho de que mi primera regla llegara a los doce años, una noche durante el intermedio de un episodio de "El pájaro espino", pero algo se ha movido en mi interior, como aquel día. Se llama Georg Gaenswein, y es el secretario de Ratzinger. Yo ya sabía que un hombre cultivado como el papa, y que lleva zapatos rojos de Prada, no podía ser del todo malo. Yo no sé si por este golpe de fe que me ha venido, o porque nunca me ha hecho falta ir a misa para ser buena persona y aplicar la educación que me dieron mis padres, hoy he hecho la buena obra del día.
Acompañando a mi amigo Óscar a cambiar el coche de sitio, nos hemos encontrado una flamante cartera Carolina Herrera. Llena de tarjetas de crédito, carnets varios, y 150 euros. Todo menos un teléfono donde llamar. Al final, las páginas blancas, mi picardía y saber que la desafortunada víctima de la pérdida trabajaba en telefónica, me han puesto en contacto con su madre, y luego con ella. Sólo pensar la alegría que se iba a llevar pensando en el dinero recuperado, y en no tener que cancelar tarjetas me han arreglado el día. Tras devolverle la cartera, he vuelto a mi sitio, y antes de sentarme para seguir con el cuestionario a Daniel Ducruet, he mirado la foto del padre Gaenswein. Juraría que me ha sonreído… y que yo me he ruborizado.