9.8.09

La ciudad congelada

Los veranos suelen parecer iguales unos a otros. Hace calor, la gente se va de vacaciones, se toman helados, se disfruta de las terrazas y los jóvenes se enamoran. Además, los periódicos adelgazan como Maribel Verdú y Marta Sánchez a través de los años, la tele se dedica a repetir programas y en la radio se escuchan las voces inseguras y los tropezones de los becarios. Hay fiestas en los pueblos, el ambiente huele a Aftersun y los autobuses y el metro tardan (aún) más. La cartelera teatral es muy pobre, la cinematográfica más pobre aún, y lo de los conciertos es ya como para echarse a llorar.

Las parejas con hijos se dividen la situación de Rodríguez por quincenas que aprovechan para recordar lo que era la vida cuando eran un solo individuo sin pequeños seres agarrados a sus pantorrillas como garrapatas, y la ciudadanía descuida sus estilismos hasta niveles que asustan.

Los gobiernos anuncian medidas impopulares aprovechando que nadie se entera, los equipos fichan a estrellas con la inseguridad de no saber si serán un acierto o un bluff, y el “¡Hola!” se llena de fiestas, yates, cuerpos bronceados en bikini y bodas de Fefas y Pititas varias buscándose en las páginas finales en blanco y negro y sintiéndose Isabeles o Genovevas por un momento.


Sólo una cosa parecía haber cambiado en los últimos años: los huecos de los coches ausentes eran menos en las aceras, los de las personas huidas también habían disminuido en las sillas de las terrazas o en los asientos del transporte público, y los carteles de “Cerrado por vacaciones” parecían una reliquia de mis recuerdos veraniegos de infancia y juventud.

Pero este año los carteles han vuelto a aumentar, como los huecos de los coches y Agosto es otra vez el mes desierto en Madrid. Las ventas por Internet han cerrado, las bibliotecas han cambiado su horario de verano, y en lugar de ampliarse por la tarde, se ha recortado, además de suprimir las aperturas de los sábados por la mañana. Hasta la RAE ha echado el cierre a su sección de consultas en Agosto. Me pregunto qué hará el atribulado periodista que tenga que entregar un artículo este mes sin la ayuda de un empelado de la institución que “Limpia, fija y da esplendor” para que aclare sus posibles dudas.

También los visitantes de algunos museos, los usuarios de algunas instalaciones deportivas y algunos enfermos veraniegos se van a encontrar con el cartelito. Pero qué más da. Todos son felices porque es verano, porque están enamorados, les gustan los helados de limón, pueden aparcar, el cine está fresquito aunque la peli sea mala y pueden mirar los escotes de las chicas sin que ellas les pongan mala cara porque se sientan inseguras respecto a la del escote perfecto. Y a los que les duela porque tienen que trabajar, su piel siga blanca, y además hayan engordado, que se jodan. O eso o que se desahoguen en su blog.

3.8.09

La elegancia en zapatillas

Vaya por delante que yo no soy una persona elegante. Ni en mis expresiones, ni en mi forma de relacionarme ni, por supuesto, vistiendo. Me falta gusto, coordinación, y muchas tallas menos (lo que me recuerda que la semana pasada recobré la maravillosa costumbre de llorar en los probadores) para llegar a estar en las listas del “Cuore”, porque hace tiempo que dejé de aspirar a las del “¡Hola!”, que sólo traen señoras aburridas que dan bajona.

Pero no ser elegante no significa que una no pueda reconocer la elegancia, y yo la reconocí dos veces la semana pasada. Una de ellas el jueves. Su poseedor era un señor de 81 años, encorvado, de pelo blanco y vestido con vaqueros azul claro, blazer y deportivas blancas. Es probable que a la mayoría de la gente eso no le parezca elegante, pero ese anciano era como un dandy vestido de chaqué, y lleva décadas demostrando su elegancia en composiciones que, sin embargo, no están dirigidas a las élites que pueden comprar lujo. Ese viejito(con mejor aspecto que “Saza”, eso sí) se llama Burt Bacharach, y es un músico de masas, aunque la masa no le conozca y él se alegre de poder salir a cualquier lado sin tener que firmar autógrafos.


Desde que compré la entrada (allá por mayo) he estado ilusionada porque llegara el día del concierto, y ha sido mucha la gente a la que le he comentado que iba. La mayoría me ha preguntado quién era ese tal Burt Bacharach, y yo siempre decía: “Un compositor que tú conoces”. Y entonces decía: “Es el de…” y me echaba a canturrear: “Raindrops keep falling on my head… ná, ná, ná, ná… y también el de: “The moment I wake up, befor I put on my make-up, I say a little pray for you…”, y seguía con “I just don´t know what to do with myself”. Para entonces, ya todo el mundo sabía quién era.



Luego descubrí que también eran suyas joyas como éstas:





Y me enamoré de algunas menos conocidas:



Pero sabía que lo mejor estaba por llegar, y así fue. A lo largo de casi dos horas disfruté de un hombre divertido y generoso, que avisó que todo lo que íbamos a escuchar allí había sido compuesto por “el pianista”, pero que también recordó a su letrista habitual, Hal David, consciente de su poder como músico y de sus limitaciones como anciano, exquisito en el trato a sus compañeros, a sus canciones, al público. Un señor como los de antes. Seguro que se pasea por su mansión con un batín de seda y un pañuelo al cuello. Como Hugh Hefner, pero sin conejitas, tocando el piano y pensando en cuál será su próximo hit. Yo espero que haga muchos más, y que vuelva a Madrid para volver a hacerme llorar.

Muchos pensarán que hacer llorar a una dama no es elegante, pero hay formas y formas. Bacharach lo hizo con sus canciones, y los creadores de “Up” con una historia redonda en la que se respira amor por todos lados. No sólo en su argumento, sino en cada dibujo, en cada tema musical, perfectamente acoplado a la historia que cuenta y a la época que muestra. A mí, que voy dando tumbos de trabajo en trabajo, y que veo la desgana y la desidia de lunes a viernes, me maravilla ver la perfección y el cariño con que se presentan los trabajos de Pixar, desde el corto inicial a los títulos de crédito.



Y a mí, que voy dando tumbos por la vida, incumpliendo a cada momento cada proyecto que me propuse, dejando atrás todas las oportunidades de cambiar de vida, la película me emocionó, me maravilló y me dio esperanzas de que quizá todavía me quede tiempo para lanzarme a la aventura.

Quién sabe, igual cuando sea vieja me convierta en una señora fina y elegante. Entonces, bien vestida y con las canas perfectamente peinadas, apuraré un traguito de ginebra (en homenaje a la Reina madre) mientras escucho las melodías del señor Bacharach y me miro las deportivas blancas. Elegante, sí, pero cómoda y lista para la aventura.