27.11.08

De goma

Yo siempre he sabido que para vivir de la política hay que estar hecho de una pasta especial, que es eso mismo que se dice de los toreros cuando les cogen y a los quince días están de nuevo en la plaza: “es que están hechos de otra pasta”. Pues con los políticos pasa lo mismo. Yo creo que, más que como los toreros, los políticos son como lo que se dice de los niños cuando se caen y no les pasa nada: “Es que los niños están hechos de goma”.

Definitivamente creo que sí, que los políticos están hechos de goma. Por eso Rajoy resiste como un campeón las hostias que le vienen por todos lados. Desde su partido, desde el otro, desde unos medios de comunicación, desde los otros, del que fue su mentor, de los que se lo quieren ventilar… yo creo que a Rajoy el panadero le da la barra demasiado cocida y el charcutero le corta las lonchas de jabugo gordas. Y además tiene una portavoz de partido en el congreso que aparece con semejantes pintas.



Si fuera así al congreso, igual otro gallo les cantaría.

Y qué decir de Felipe González, que tragó carros, carretas, sapos, y hasta el puño y la rosa, y ahora todavía le toca tragarse todos los cotilleos relacionados con su divorcio, después de 39 años. Pobre, ya no le queda nada de entonces. Ni la señora, ni Alfonso, ni el grupo de la tortilla. Pero Felipe sí que es de goma, y además muy elástica. Y en el fondo yo siempre me alegro de verle, porque al menos me retrotrae a épocas mejores en las que los políticos eran gente interesante que sabía hablar bien y que a veces incluso te deslumbraban, a tiempos en las que una sesión del congreso podía ser hasta entretenida, entre otras cosas porque sus señorías iban y no se ponían a mirar páginas guarras en Internet. A épocas donde uno pensaba que jamás estaría a la altura de esa gente, y no como ahora, donde me avergüenzo de escuchar a gente como Bibiana Aído. Si las/los modelos tienen que estar delgados/delgadas, si los/las deportistas y deportistos han de estar en forma… ¿por qué los políticos pueden ser unos necios sin unas nociones básicas de oratoria (o yo qué sé, de sentido común)

Aunque bueno, siempre nos queda José Bono, que no es que sea un astro de la retórica, pero que al lado de lo que hay cualquiera diría que es Cicerón. Y además, Bono también aguanta lo suyo, que hay que ver lo hijos de puta que son los de los partidos propios. Bono es una máquina de hacer totales (un concepto algo televisivo que quiere decir que suelta unas lapidarias que te quedas muerta), y yo al final me he hecho fan, porque hay que ser muy bueno para dar en una semana tres temazos: primero el de la monja (que Bono pensaba: “¿Cómo me la maravillaría yo?”), luego la idea de que se lea la constitución (apasionante), y que encima la lea gente como Fernando Alonso, Alejandro Sanz o Iker Casillas. Yo no tengo nada contra estos tres señores (bueno para qué mentir, odio a Alejandro Sanz), pero vamos, si ya la sentarme a escuchar la constitución me da bajona, no quiero pensar lo que sería leída por ellos. Espero que al menos estuvieran también invitados sus súper amigos Concha Velasco y Raphael, que esos sí le darían vidilla. Y por último, y para cerrar esta semana gloriosa, una frase que ha soltado en “La Ventana” "Si dios quiere, moriré con el carnet socialista en el bolsillo". Para decir esto siendo como es Bono, hay que ser de goma y tener unos huevos como el caballo de espartero.



Pero si hay alguien que sea de goma, de acero, de amianto y de cualquier material resistente esa es Esperanza Aguirre. Después de lo que ha vivido hoy en Bombay, después de lo del helicóptero con Mariano (él se rompió un par de dedos, ella salió tan piti, sin una arruga en su traje de chaqueta), después de perder unas elecciones y acabar ganándolas, después de los abucheos que le pegan en todos los hospitales… yo empiezo a pensar que Aguirre es inmortal, que llegará a Presidenta, y que además por las noches sale por Madrid armada con una espada buscando al otro porque ya se sabe… “sólo puede quedar uno”.

24.11.08

Volver a empezar

Hoy (bueno, hace un ratito), he decidido que quiero volver a empezar. No en muchos aspectos, que total estamos ya casi en Diciembre y luego para fin de año una no tiene nada que proponerse, pero sí en uno: Quiero volver a este blog. Sí, otra vez. Sí, sé que mis deseos duran menos que unas entradas de los killers en tick tack ticket, pero si una tira la toalla, así, sin intentarlo…

Además, ¡qué coño! Me he dicho que ya está bien de perder el tiempo, de dejar pasar mi hora y media o dos horas de vida real que tengo cada día después de las interminables jornadas de trabajo viendo la tele porque no puedo más, pero básicamente ya está bien de morirme de envidia viendo crecer el blog del Paseante.

Por eso vuelvo, porque llevo una semana leyéndole, y me da rabia su constancia, su disciplina, y sus posts, que cada día son mejores.

Además, me veo obligada. Primero porque es la única manera de seguir en contacto con él, porque aunque tiene mis emails no me escribe, aunque le he dado mis dos números de teléfono (y llamar desde el fijo le sale gratis) no me llama, aunque sabe dónde vivo no viene a verme, y aunque conoce mi domicilio no me manda cartas. Ni siquiera para felicitarme por mi trigésimo sexto (qué pasa, tengo estudios y no digo mi treinta y seis) cumpleaños, que fue el día 14.

Pero él se lo pierde, porque si me tratara le podría haber contado cosas para su último post sobre San Crispín, el patrón de los zapateros. Le podría haber hablado de mi tío Julián, que tiene 89 años y aún sigue en el oficio, y además no sólo es de los que pone suelas, sino de los que hace zapatos. Mi tío Julián tiene un taller muy pequeñito, al que entraba cada año cuando bajábamos a La Pola a comprar y a ver a la familia que vivía allí. Ya van quedando menos de los 13 hermanos de mi madre, pero ahí sigue el tío Julián, en su pequeño taller, dónde sólo había una mesa muy pequeña, y todo tenía una capa de polvo como de cuatro centímetros, compuesta de restos de goma de los filis o de las tapas. A los lados, decenas de zapatos mezclados, algunos con aspecto de haber sido olvidados por su dueño. Botas junto a zapatos de salón, madreñas con botines, alpargatas con stilettos… y nada más entrar, dos señoritas semidesnudas mirándote desde dos calendarios.

Y sin embargo el tío Julián nunca ha tenido el aspecto de un viejo verde que mire a las señoras. Es muy menudo, callado, de piel un poco aceitunada, de la rama de los “alcaldes” morenos, no de los de piel blanquita, con los ojos pequeñines, como los de mi madre, pero de un verde muy clarito.

Cuando entraba allí, olía a goma y a pegamento, y el tío Julián te miraba desde abajo, con las gafas pegadas a la punta de la nariz, las manos llenas de cola para el calzado y en la mano esa cuchilla tan fina y larga con la que cortaba la parte sobrante de los tacones a punto de repararse para trotar por esas calles adoquinadas del pueblo. Ahora hace mucho que no le veo en el taller, porque apenas va un ratillo cada día (para entretenerse), pero siempre me acuerdo de la frase de mi madre cada vez que entrábamos: “Julián, qué cerdo eres, si la Dolores entrara aquí le daría algo”. La Dolores era su mujer, una andaluza guapa que me imagino que debió descolocar a todas esas castellanas secas de la familia de mi madre (empezando con mi madre) y a la que me da que tenían ojeriza. La leyenda decía que si ibas a su casa te obligaba a caminar sobre gamuzas, para no manchar el suelo. Si esa leyenda es verdad, a la Dolores le hubiera dado algo, sin duda. Pero a mí me gustaba. Mi madre hablaba con él y yo, mientras tanto, con un dedo, trazaba una línea entre aquella capa de polvo y restos de goma de varios centímetros, como abriendo un camino. A veces me acercaba y soplaba con cuidado, y veía todo lo que había debajo de tanta mugre.

Puede que el tío Julián no fuera muy pulcro en el cuidado de su taller, pero recuerdo que le veía entregar los zapatos perfectamente arreglados y además, limpios y brillantes como si fueran de charol. Y además, es un hombre generoso. No le importó enseñar a mi padre un poco del oficio y así, durante años, y como vivíamos a muchos kilómetros del tío Julián, nos ha arreglado a todos los zapatos (aunque haya aprovechado para machacar a mi madre y mi hermana por lo mal que pisan), además, cuando ahora te lo encuentras en La Pola, siempre quiere que te tomes con él un vino, y siempre quiere pagarlo, mientras me pregunta siempre “Y si trabajas en la tele, ¿Por qué no te veo?”

Y además el tío Julián tiene mucha historia encima, aunque yo no me acuerdo bien porque a la que se lo contó fue a mi hermana, pero sé que el tío Julián de muy jovencito repartía el correo (o algo de telégrafos) con una bicicleta, y que esa bicicleta casi le cuesta la vida durante la guerra. Que estuvo condenado a muerte pero que al final se lo conmutaron por cárcel.

Nunca le he preguntado si rezaba a San Crispín, pero me da que era más de las estampitas de las señoras desnudas que de las de los santos.

Eso y más podría haberle contado al paseante, con el que tantas veces he hablado de zapatos, de calles, de fútbol, de amores, de nuestros padres viejitos, de la vida… pero que ahora parece sólo hablar con las que tienen un blog “en ejercicio”. Pues aquí me tiene de nuevo, por lo menos para que me felicite por mi trigésimo sexto cumpleaños, incluso para que me chinche por los resultados del Madrid.



En esta foto, hecha en el Turò Parc en Mayo, sólo se me ve a mí, pero ese hombre que se adivina a mi lado es el Paseante, que no quiere salir en las fotos porque teme que le roben el alma. Igual no llama porque teme que el teléfono le robe la voz, quién sabe, es un hombre mayor, y los viejos empiezan a tener manías.

Así que aquí estoy, volviendo a empezar, y además de verdad, porque en un cambio de ubicación de los archivos, todos esos posts que he ido dejando a medias para acabarlos en otro momento, se han esfumado, como el polvo y los restos de goma cuando soplaba en el taller del tío Julián.