Johnny: Dime algo agradable.
Vienna: Claro. ¿Qué quieres que te diga?
Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años. Dímelo.
Vienna: Te he esperado todos estos años.
Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto.
Vienna: Habría muerto si tú no hubieses vuelto.
Johnny: Dime que aún me quieres como yo te quiero.
Vienna: Aún te quiero como tú me quieres.
Johnny: Gracias (bebe). Muchas gracias.
“Johnny Guitar” (1954)
A veces la verdad escuece. Bueno, seguramente es mejor decir que a veces la verdad te hace sentir bien, porque normalmente a la gente le encanta ser sincero para joder. De algún modo esta cultura, sociedad o lo que sea ha colocado la sinceridad como algo virtuoso, sin darse cuenta de que casi siempre los malos rollos vienen por decir lo que uno piensa. Decir la verdad es un arma de doble filo, entre otras cosas porque todos podemos soltar nuestra verdad, y a lo mejor mola decir tus verdades, pero no mola tanto escuchar las que los demás tienen sobre ti.
La persona más partidaria de la sinceridad que conozco, la más dada a estos momentos “la hora de la verdad”, eso sí, sin adeenes o polígrafos de por medio, es mi madre. Mi madre te suelta unas verdades como puños. Bueno, como puños no. Como puñetazos. Directa al estómago, castigando el hígado. Pero con cariño, eh? Porque ella me quiere, y ya sabes, Silvia, quien bien te quiere te hará llorar. Sí, mamá, pero tampoco hay que pasarse…
Pero esta vez no ha sido mi madre, que la pobre, salvo sus ya sempiternos “con unos kilos menos estarías más mona” (mientras te planta el platazo de cocido ante tus narices), anda bastante calmada.
El viernes, en un momento, me soltaron dos verdades así, en seco. La primera: “Tienes una pinta fatal. Tómate Pharmaton complex, o algo”. ¡Madre mía, y eso que acababa de ir a la peluquería y me habían hecho un alisado estupendo! La segunda me pilló desprevenida, porque aunque estoy acostumbrada a que no guste mi trabajo, últimamente no recibo más que parabienes. Conversación:
EL SINCERO: ¿Y en qué programa estás ahora?
YO: En “Soy el que más sabe de televisión del mundo”.
EL SINCERO: ¡Hostias, qué puta mierda de programa!
Que conste que yo nunca dije: “En “Soy el que más sabe de televisión del mundo”. ¿Qué te parece?”. Pero la gente es así, no se corta un pelo.
Otros te dicen verdades a medias, como mis amigas Natalia y Mónica. Ambas han disfrutado de un emocionante viaje a Túnez, enfrentándose al más duro de los quehaceres del turista: el regateo. Yo en estos sitios al final no compro nada. Me molesta tener que pasar por esa liturgia de pelearme con el dependiente. Tengo demasiado orgullo, y si le bajo mucho y no me lo acepta, al final me acabo yendo de allí para no volver y encima quedarme sin lo que me gustaba. Sinceramente, me parece la práctica comercial más absurda del mundo. Al menos en este mundo del siglo XXI. A ellas parece habérseles dado muy bien, aunque no lo suficiente como para traerme aunque fuera un cochino imán de nevera. Eso sí, me han mandado una bonita postal

(esta que veis aquí) en la que me dicen, literalmente: “Qué hay, Silvi, (joder, Natalia, me REVIENTA que me llamen Silvi) te mandamos la postal solamente para que nos saques en el blog gafapasta wannabe”. Así, con dos cojones. Claro, luego, imagino que para maquillar el deseo, me escriben en la postdata: “Es broma, te la mandamos porque te queremos”. ¿Cuál es la verdad? No lo sé, pero Natalia ya tiene lo que quería.
Bueno, igual algo también me quieren, ¿no?